lunes, 25 de enero de 2010

Maestros para siempre, por Luisa Miñana

Isabel Alvaro, Gonzalo Borrás (ambos profesores de Historia del Arte); Rafael Olaechea (Historia Contemporánea); Jesús Rubio (Literatura); Luisa María Frutos (Geografía Física) –Universidad de Zaragoza, Filosofía y Letras-.

Sol Acín (Francés); Maite Bizcarrondo, Serafín Bodelón (ambos mis profesores de Griego); la profesora de Historia y de Historia del Arte de la que sólo recuerdo su nombre (Pilar), a pesar de que fue mucho más que una profesora en los años difíciles en que se moría Franco; Jesús, el profesor de Geografía Económica (también de él he olvidado su apellido, y eso que era guapísimo y rubio y abiertamente marxista mientras Franco se moría); el profesor de latín en quinto (no recuerdo ni nombre ni apellido, pero era un crack traduciendo a Tito Livio tras su gafas de pasta), que me enseñó tanta gramática latina como castellana –Universidad Laboral de Zaragoza, bachillerato superior-.

Marisol Jordana, con quien aprendí a entender la Historia (y que no todo estaba en los libros de texto), y también la profesora de Matemáticas de tercero y cuarto (seria de gesto hasta la exasperación, pero mente privilegiada que hablaba de ecuaciones con la misma sencillez y naturalidad que quien habla del día que hace: adoro las ecuaciones desde entonces) – Instituto Buen Pastor, Mixto 4 de Zaragoza, bachillerato elemental-.

La profesora del colegio municipal Julio Cejador de Zaragoza (ya no existe: en su lugar el Polideportivo Paco Garcés), en cuya clase estábamos un montón de crías de diferentes edades y cursos (como en las escuelas rurales). No me caía bien, pero era una maestra totalmente intuitiva.

La profesora de la clase del último curso al que asistí en el colegio público de primaria Timbaler del Bruc (aún existe y lo he visto, con emoción claro, en Google Street) –Barcelona, distrito de Nous Barris hoy-, que me enseñó a usar el diccionario, y también la directora de este colegio, que recuerdo era aragonesa.

Hice esta lista de entre mis profesores y maestros hace días. Luego me he esforzado en recordar más nombres, o al menos más rostros de entre tantos que me enseñaron de una forma u otra a aprender. Pero está claro que si no reaparecen en mi cabeza de motu proprio será porque los importantes de verdad son lo que son. Y lo cierto es que ahora, al ponerlos en renglones, ya me parecen un montón, aunque antes los creyese pocos. Y quiero que este texto sirva de reconocimiento y agradecimiento. Por eso les nombro uno a uno y una a una. Porque si yo me hubiera dedicado a la enseñanza, ellos hubieran sido mi referencia.

Todos ellos y todas ellas, a quienes a propósito nombro, me enseñaron lo que yo he apreciado más siempre en un docente: método, la transmisión no sólo de conocimientos, sino sobre todo de los instrumentos para enfrentarse a tales conocimientos, a la vida. Método. Algo que hoy me parece más necesario que nunca, puesto que más numerosas que nunca son las informaciones disponibles y la necesidad de su discriminación adecuada es mayor que nunca. Método. Que es como decir capacidad para comprender y elegir. Que es como decir capacidad de responsabilidad y de libertad. Que es como decir honestidad y dignidad.

Desde la directora del Timbaler del Bruc, que soportó estoicamente mis diarias visitas mañaneras a lo largo de todo un mes en que estuve esperando con absoluta impaciencia la llegada del Parvulito (un antiguo libro de texto) y que nunca cayó en la tentación de decirme: ya te avisaré, niña pesada; hasta Isabel Alvaro, que dirigió mi tesina y la de mis compañeros y peleó luego con nosotros todas las iniciativas de investigación y publicaciones que propusimos como si fueran suyas y nosotros sus hermanos; todos y cada uno de los citados, tan distintos entre sí en fuero y formas, alentaron en su momento entusiasmos y generaron retos que hoy recuerdo como transcendentales en su momento. Podría contar muchas cosas acerca de cada uno de ellos. Me gustaría hacerlo. Habrá que hacerlo posiblemente algún día.

Los que no se nombran cumplieron también su cometido, desde luego. Y por supuesto cuentan totalmente con mi reconocimiento. Amueblar con tino en cada caso las cabezas y los corazones de personas en crecimiento –nunca se deja de crecer, como nunca dejamos de ser el niño y el joven que fuimos- me parece una responsabilidad de tal calibre, que no quiero que se entienda que los no nombrados no fueron importantes. Lo fueron hasta aquellos que me enseñaron lo que no querría para mí ni los míos. Esos también son importantes. Pero hoy sobre todo, en este texto, el agradecimiento para los que se nombran. Porque muchos, muchos años después del Buen Pastor (junto al antiguo campo de fútbol de Torrero y el Canal) me encontré cara a cara (junto al mar) con Marisol Jordana (mi profesora de Historia en el Mixto 4, en Torrero, en Zaragoza) y no me atreví a decirle ni siquiera que había sido alumna suya y que ella estaba en el comienzo de muchas cosas que vinieron después. Lo digo ahora. Y a todos los demás: gracias.