viernes, 12 de febrero de 2010

Soñar desde un armario, por Encarnita Visús

Desde siempre la costura ha sido sinónimo de tortura entre mis manos. La clase de labores solo tenía de gratificante para mí dos cosas: las lecturas en voz alta que solían acompañar a las tediosas vainicas, y el agradable, aunque esporádico, refugio de un armario. Estaba en la misma clase, era bajito y corrido, sembrado de mundillos, de bolsas de bolillos, de cajas y de polvo. Sin embargo, durante una hora se transformaba en mi oculto paraíso. No solo por escapar un rato de la obstinada aguja empeñada en atravesar la tela a su antojo, sino porque la oscuridad y angostura del espacio se me antojaba cálida y me invitaba a soñar, a soñar que dibujaba mi futuro.
Y era fácil, porque para diseñarlo todo lo tenía cerca: tras la puerta del armario estaban el escenario -la escuela- y las maestras que eran las heroínas de mi cuento.
Acariciaba la idea de parecerme a ellas y de conocer el valor que escondían sus palabras, sus actitudes y sus gestos: el que ocultaba esa mal disimulada sonrisa cuando entre las páginas del libro aparecía la leyenda Virgen santa, Virgen pura, haz que me aprueben esta asignatura, el de su entusiasmo, el cómo hacían para saber tantas cosas y cómo conseguían provocar nuestra curiosidad una y mil veces.
Pero, tocaba el timbre, y con él se acababa el tiempo y volvía de lleno a la orilla de la infancia. Eso sí, siempre quedaba algo detrás de cada sueño: el firme empeño de estudiar, como mi hermana, en la Escuela Normal de Magisterio de mi ciudad (Huesca), que desde a mediados del siglo XIX había estado asumiendo el papel de guiar a generaciones de docentes en el arte de educar; y la creciente voluntad de aceptar el reto de no separarme nunca de la Escuela: yo quería ser maestra.
Poco a poco fui llenando mi maleta con ideas, contenidos, proyectos entrelazados y todo aquello que parecía imprescindible para cumplir ese deseo.
Y, por fin, el futuro se abrió paso y llegó el momento deseado y temido de mi primer destino, la Escuela Unitaria de Siresa, a la que más tarde seguirían otras.
Ya inmersa en la realidad escolar, sentí de pronto que mi equipaje no era tan abundante como yo pensaba y que siempre habría algo impredecible en ese viaje. Tuve que superar algunos miedos e inseguridades hasta convencerme de que debía y podía afrontar la responsabilidad de facilitar a los alumnos su propia búsqueda en el camino de la vida.
Yo sabía algunas cosas: que educar era despertar en el alumnado el deseo de aprender, provocar en él una mirada abierta al mundo en el que vivimos, proporcionarle las herramientas para desenvolverse en él, y hasta algo tan pretencioso como enseñarle a ser y a pensar.
Pero este oficio nuestro guarda múltiples e inagotables secretos que descubres día a día y que surgen, a menudo, de las pequeñas cosas del discurrir cotidiano. Cuando, ya no tan joven, entré una mañana en el aula vestida con unas mallas modernitas, y una niña (Raquel) me preguntó sorprendida: ¿Po qué tu mare pijama?, asumí que los niños no solo son receptores de tus conocimientos, colaboradores en tu continua formación, o el espejo de tu propia imagen y de tu particular hacer, cosa que no ignoraba; son, también, tu alter ego, y hasta la voz de tu conciencia. Huelga decir, que no volví a ponerme las dichosas mallas.
Intuitiva y sencillamente ellos expresan su parecer y te juzgan siempre, incorporando tu ejemplo a su propio crecimiento, lo que conlleva un fuerte compromiso. Con ellos y de ellos aprendes, eres consciente de la importancia que tiene proporcionarles una respuesta sincera, una mirada o una sonrisa; entiendes que no existen fórmulas mágicas ni universales, que cada niño y cada niña es único y valioso, y que la práctica docente es, en gran parte, experimental e imaginativa.
Hoy, que ya han transcurrido seis meses desde mi jubilación, con la claridad y objetividad que se supone de la distancia, sé que he disfrutado de la profesión fascinante y difícil con la que un día soñé desde la complicidad de aquel armario: sí, yo quería ser maestra.

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