lunes, 15 de febrero de 2010

Cuatro fuentes de sabiduría, por Manuela Beltrán Lallana

Cuatro fuentes de sabiduría: mis tres maestras y mi madre

Yo nací en el 46, por lo que pertenezco a la generación de la posguerra, años en los que a la escuela se le daba poco valor y todavía menos si eras mujer. Mi madre no tuvo la oportunidad aprender a leer ni escribir y eso le angustiaba, quería que sus tres hijas aprovechásemos las enseñanzas de la escuela porque «al que sabe le engañan menos» y cuando regresábamos por la tarde, suspiraba y nos decía «qué triste es no saber» entonces, como niñas, no la entendíamos, luego, en la madurez descubrí que era una mujer muy sabia.
En 1954 nos marchamos a vivir a Zaragoza, nos instalamos en un barrio obrero que tenía dos escuelas nacionales, mis padres nos apuntaron en la denominada «Juan José Lorente», me integré fácilmente pues siempre me ha gustado jugar y aprender. Recuerdo que nos dividían por secciones, los primeros puestos de la primera sección los ocupaban las chicas que le hacían mejores regalos a la señorita porque la economía familiar se lo permitía, la mayoría llevábamos una peseta que ahorraban nuestros padres con mucho esfuerzo, ellas, un duro. Recuerdo los castigos de rodillas, con los brazos en cruz, el chasquido al chocar con fuerza la regla contra la mano abierta… «la letra con sangre entra» era la frase que más les gustaba repetir.
Yo de pequeña también soñaba con ser maestra por una única razón: «para pegarles a los chicos».
De los 12 a los 14 años me cambiaron de clase, fue un cambio radical, la maestra se llamaba Simona, Doña Simona, como olvidar su nombre, una mujer soltera, mayor y cuyas enseñanzas no sólo no las he olvidado sino que me han acompañado toda mi vida, persona justa y buena donde las haya. Por la mañana hacíamos la escuela tradicional pero con una gran diferencia, nunca nos pegaba, nos preguntaba la lección, si nos la sabíamos, nos daba un vale de 10 puntos, por un dictado sin faltas de ortografía, otro vale de 8 puntos… así hasta finalizar el mes, entonces hacíamos el recuento y según la puntuación obtenida, ocupábamos el lugar correspondiente, y ahora, era ella quien nos obsequiaba a todas y cada una de nosotras con un tebeo de la colección Azucena porque «todo esfuerzo merece una recompensa». Este sistema de vales nos animaba a esforzarnos y, sin saberlo nosotras, nos enseñaba a cuidar las cosas porque también puntuaba la pulcritud, el orden y el cuidado de los vales. En el recreo, cuando observaba que nos reíamos o burlábamos de alguna compañera, en un tono suave pero firme nos hacía comprender que le hacíamos mucho daño, nos preguntaba: “¿os gustaría que os lo hiciesen a vosotras? Pues, lo que no queráis para vosotras, no lo queráis para los demás y seguía sin pegarnos ni castigarnos, no le hacía falta, las palabras, a veces, hacen más daño o, en este caso, enseñan más, que un golpe.
Por la tarde, en las otras clases las niñas bordaban, nosotras no. Doña Simona nos enseñaba a hacer dobladillos, ojales, a zurzir, a echar pedazos, algo de corte y confección…, es decir, cosas que nos servirían en nuestro futuro, porque como mujeres, nuestro futuro era el matrimonio.
La dirección del colegio le llamó más de una vez la atención porque se saltaba las normas y ella siempre contestaba: «todo es enseñar». Yo ahora la recuerdo como una mujer muy adelantada para su época, buena persona y extraordinaria maestra.
Con 38 años volví a la escuela, a CODEF, un centro obrero para personas adultas, ya vivíamos en democracia y por primera vez tuve un maestro en lugar de maestra. Sin embargo fue otra mujer, otra maestra, la que despertó en mí las inquietudes dormidas, Pilar, con ella me saqué el graduado escolar, acudía puntual e ilusionada a las clases nocturnas teniendo ya una familia a mi cargo y cansada, muchos días, del trabajo agotador en la fábrica. Ella me abrió un mundo cultural muy amplio y casi desconocido para mí: cine, conciertos, teatro, conferencias y libros, muchos libros, gracias a ella amplíe mis conocimientos culturales, sociales y humanos, gracias a su entusiasmo y entrega.
Y así entré en este mundo atrayente y apasionante que, para mí, es la educación de personas adultas; no sé que es lo que tiene pero las que vamos a estas clases ya no sabemos vivir sin ellas. A los 52 años regresé de nuevo a la escuela de mi pueblo, Morata de Jiloca, pueblo querido que abandoné en mi infancia, y de nuevo, en mi madurez, una maestra joven, María Jesús, me hizo creer en mí y en mis posibilidades, y me guió por el fascinante mundo de la creación literaria, que me atrapó y en el que me siento ilusionada, sin grandes pretensiones, solo el placer de escribir, de contar, de que alguien lea lo que yo escribo igual que yo toda mi vida he leído las historias de otros.
Dicen que felicidad no es hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace, me sirve igual para aplicarlo tanto a los maestros y profesores como a los alumnos. Cada día observo atónita como ha cambiado la educación en apenas 50 años como hemos pasado de maestros que pegaban y humillaban casi rallando el sadismo a los alumnos, a alumnos que golpean y desprecian a los maestros, afortunadamente son una minoría, pero ahí están, algo falla en esta sociedad.
Mi experiencia me ha enseñado que la educación se aprende en casa y la cultura en la escuela, me da mucha pena que los chicos y chicas de hoy en día no aprovechen las oportunidades que se les ofrece y que a mi generación nos negaron.

No hay comentarios: