Una de mis primeras vivencias, cuando apenas tenía 5 años y en plena posguerra, era ver a don Marcos recostado en la cadiera de mi casa, rasgando las cuerdas de su vieja guitarra. En cuanto salía de la escuela, tanto al mediodía como a la tarde, iba directo hacia su rincón preferido del hogar en busca de su amiga predilecta, la guitarra. Entre tonos y sonidos rítmicos canturreaba y le hablaba, como si de una persona se tratase. Yo le observaba sin perder detalle desde la otra cadiera, produciéndose en mi interior cierto desconcierto: no me concordaba bien lo que contaban de él los chicos mayores, con lo que veía en casa. Hablaban de castigos a los que se portaban mal o no se sabían las lecciones, desde ponerse de rodillas con los brazos en cruz a quedarse en la clase sin recreo, copiar cien veces una frase o estudiar de espaldas en un rincón…, alarmando a los pequeños.
Un día don Marcos le propuso a mi madre:
-Señora Julia, ¿cómo no manda a este chico a la escuela?, estará entretenido y algo aprenderá…, aunque no tenga la edad, podemos hacer una excepción, que para eso me dan hospedaje.
Me resistí cuanto pude, pero al final cedí a los deseos de mi madre. Y así fue cómo un día de primavera del año mil novecientos… traspasé por primera vez el umbral de la escuela de mi pueblo, de la mano de mi hermano mayor. Hasta entonces sólo la había visto desde fuera, desde la pequeña plazuela, y la consideraba como un espacio donde iban los niños a estudiar, a aprender cosas, también a jugar; un lugar donde había que portarse bien para no recibir ningún castigo. ¡Jamás soñé que algún día, en algún lugar, sería el responsable de la escuela!
Al llegar a la clase me quedé de pie, frente al maestro, que me mandó sentar en el extremo de una mesa alargada con los más pequeños, de más de 6 años. Allí me quedé con los brazos cruzados, callado y quieto como una estatua. Me faltaban ojos para escudriñar cada pared, cada rincón de la clase, sin perder de vista a don Marcos. Éste explicaba las lecciones a los niños, les mandaba ejercicios, les preguntaba, les mandaba leer en voz alta, gritaba a los que hablaban, golpeando, a veces, con su regla de madera sobre la mesa… «Toma este libro, mira los ‘santos’, que si no te aburrirás», me dijo a media mañana. Al segundo día ya me dio la cartilla «Rayas», para que fuese mirando los dibujos, y un cuaderno a medio usar, para que ensayase mis primeros garabatos. En cuanto cumplí los 6 años las cosas cambiaron: me mandó colocar en la fila para leer en la primera página de la cartilla, luego hice muestras de las vocales y números, dibujar, etc. Así transcurrieron mis primeros años en la escuela.
Cuando se marchó don Marcos, el pueblo contrató a Antonio, hijo del cartero de Bergua, como persona idónea, que permaneció durante un curso. Tenía obsesión por las cuentas, los dictados y la buena letra.
Seguiría doña Herminia, una señora mayor, que pasó sin pena ni gloria unos meses. Más tarde llegó Carmen, una maestra joven de Huesca, recién estrenada en la profesión, que ejerció un par de cursos de forma interina. Nos obligaba a aprender las lecciones ‘al pie de la letra’.
Y por fin, doña Rosario, una andaluza que no había visto jamás la nieve y que llegó un 8 de enero con una nevada impresionante. La hospedamos en nuestra casa, ya que éramos tres hermanos en edad escolar. Era muy comprensiva y se integró muy bien en el pueblo, como una vecina más. Un día le sugirió a mi padre: «Este chico vale para estudiar».
Y como la economía rural andaba ya en crisis y se vislumbraba que, a no mucho tardar, habría que buscar nuevos horizontes para todos, mis padres me enviaron a Huesca. Allí me matriculé en la conocida academia de don Emilio Castelar, que me preparó del bachillerato por enseñanza libre, conjugando el estudio con un trabajo a tiempo parcial en una oficina de seguros, con el fin de no resultar tan oneroso para la casa. Después ingresaría en la Escuela Normal para realizar los estudios de Magisterio, la única carrera que se podía cursar en Huesca en aquellos años. El objetivo era graduarme para empezar a trabajar e independizarme cuanto antes.
A lo largo de tres cursos en la Normal nos dieron muchos conocimientos teóricos, de todas las materias (incluidas Pedagogía e Historia de la Pedagogía), unas nociones de música, caligrafía y unas manualidades. Había una asignatura, llamada Prácticas de Enseñanza, que curiosamente era sólo teórica. Así que lo único útil para la profesión fueron las escasas prácticas que hicimos con los maestros de la Escuela Aneja.
Con el título en el bolsillo, tras aprobar unas oposiciones, llegó el primer destino en una escuela unitaria del medio rural. ¡Me iba a estrenar en una unitaria! Al tomar posesión me vinieron a la memoria todas las vivencias con mis maestros de la infancia, con sus diferentes formas de actuar; algunas ideas teóricas de los grandes pedagogos; más unas ligeras pinceladas captadas en las breves prácticas. Andaba preocupado por mi incompleto bagaje, muchos conocimientos teóricos, pero insuficiente metodología práctica. Eso sí, mi maleta iba repleta de ilusiones, sueños y ganas de trabajar.
Por propia intuición y sentido práctico, fui organizando y agrupando a los alumnos en distintos niveles, por sus saberes y aptitudes, más que por la edad (6 a 14 años), con el fin de rentabilizar el esfuerzo. Enseguida me di cuenta que cada niño era un mundo diferente, una realidad distinta, por tanto había que personalizar los procedimientos y las programaciones. Con el ejercicio cotidiano, cada vez me desenvolvía con mayor soltura, ensayaba métodos más prácticos para alcanzar los objetivos. El aprendizaje era mutuo: los niños iban asimilando conceptos, corrigiendo actitudes, mientras yo amasaba una experiencia práctica, que no había adquirido en los planes de estudios de la Normal.
En poco tiempo me di cuenta de la importancia de esta profesión, no comparable a ninguna otra, por la responsabilidad que entraña y los alicientes que tiene: trabajar con seres humanos, educarles, enseñarles…, para que un día sean capaces de desenvolverse en la vida. Me esforzaba por desempeñar con dignidad los distintos papeles (de padre, hermano, confidente, consejero, educador, ¡maestro!), no a interpretarlos como un actor, sino a sentirlos y compartirlos con los alumnos. Traté de convencerles con razonamientos, no con simples imposiciones; de mostrarles el valor de la observación como medio de aprendizaje; de hacerles ver que en la cultura está la verdadera libertad.
Al final de mi vida profesional, tras casi 40 años de ejercicio, haciendo balance, me doy cuenta de lo maravillosa que ha sido, de las satisfacciones que me ha dado. Aprecio las cosas que me han ayudado a desempeñarla, como un sedimento formado por los valores que me inculcaron en la familia, mis propios maestros, los estudios y, por encima de todo, la práctica diaria con los alumnos, conjugando todo ello con mis condiciones innatas.
viernes, 5 de marzo de 2010
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