domingo, 14 de febrero de 2010

Maestro, ¡aprendame!, por Agustín Sanz Vituri

Media docena de años después de nacer, tenía claro que no iba a ser maestro. No me veía tirando de las orejas de pequeños mocosos en pantalones cortos remendados, ni calentando las frías palmas de sus manos a base de regletazos. Había que ser muy listo para saber tantas tablas de memoria, los ríos y sus afluentes y utilizar una caligrafía perfecta. Yo prefería esperar que vinieran las ovejas cuando anochecía a hacer los perpetuos deberes en la cocina de mi casa, con los pies mojados sobre un ladrillo caliente y sin parar de borrar con la miga del pan. Me avergonzaba tener que llevarle al maestro alguna de las primeras morcillas del matapuerco, y unas gueñas. En mi pueblo, los hombres se dedicaban al campo y a la mina; eran altos y fuertes.
Pasó el tiempo y empezó a no gustarme tanto el campo: a veces tosía por el tamo de la era, otro día se me cayó el macho acarreando y cuando mordía una patata, arrancándolas, solía caerme un buen pescozón. Mi padre tosía de la mina, se repetían las noches preparando el carburo para el candil, los madrugones y ya no cantaba como antes.
No sé si se llama vocación. En mi casa, empezó a gustarme leer un periódico que se llamaba Alba (promoción cultural de adultos). Una página se dedicaba a la mujer: cómo hacer una chaqueta de ganchillo o cocinar unos guisantes; “Nuestra España es así” te llevaba de viaje por Baeza o Guadalajara, había consejos médicos, hechos y conductas ejemplares, lecciones de inglés y hasta educación vial. Sin embargo, lo que más me sorprendía era la página dedicada a actividades de alfabetización y a las historias en las que te sumergía.
Estudié magisterio, pero la necesidad en casa me llevó a la mina. La cuadrilla, en el tajo, me llamaba «maestro» (diptongada) y no paraba de poner a prueba la ingente sabiduría que debía yo acumular bajo el casco que alumbraba los hastiales: que si cuántos metros tenía Torrecerredo, que si qué habitantes llegó a tener Villanueva del Río, lo que me darán este año por las cebadas…Definitivamente no quería ser maestro, aquello martilleaba más en mi cabeza que los mismos barrenos en la piedra.
Esto pasaba en el Pozo del Pilar. Meses más tarde nos destinaron a unos cuantos a la Mina Sur y allí trabajé con unos paquistaníes que habían llegado como carrilanos. En los ratos del almuerzo, cuando detonaba la pega, me preguntaban por palabras, escribíamos con tizones en las tablas de entibar o en la caja de la dinamita. Tenían tanto interés y yo tanta ilusión que empecé a dar clases de español a esos cachemiros, por la noche, en una casa vieja en la que vivía unos de ellos.
Ahora llevo veinticinco años dando clases de español y actividades de alfabetización. Esto no creo que sea vocación, debe ser obligación. Es muy satisfactorio, nadie me pregunta si Fernando le era infiel a Isabel o los kilómetros que tiene de largo el Ebro. Vamos al grano. Una gitana de nuestras aulas solía decir “maestro, ¡apréndame!” (no decía ¡enséñeme!). Me di cuenta de que ya no era tan importante saber todas las cosas del mundo. Lo esencial radica en que nuestros alumnos aprendan, no lo que nosotros sepamos, porque los protagonistas de nuestras historias deben de ser ellos. En esta maravillosa profesión he aprendido mucho, he tenido sabios, auténticos maestros de la vida, seres humanos enormes, mal llamados analfabetos. Alguna de nuestras alumnas escribe con mano temblorosa, ya nunca memorizará las tablas de multiplicar, pero su mirada es infinita en asuntos del saber. Si un día te detienes y la escuchas, oirás un reguero inagotable de vida; a veces, derrama una lágrima y te habla de aquella escuela que ella no tuvo. Y sientes una enorme gratitud inmerecida.

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