domingo, 31 de enero de 2010

Lo mejor de cada uno, por Marta Navarro

Mis primeros recuerdos de la escuela son de todo menos buenos. Con el tiempo la relación con mis maestros mejoró. Cuando pienso en la importancia que los maestros han tenido en mi vida, se entabla una singular batalla entre los buenos recuerdos y los malos. No os preocupéis, al final ganan los buenos. En realidad no deja de ser la historia del ying y el yang, pero en versión escuela.
Tenía unos seis o siete años cuando un día nos pidieron en el colegio una redacción. Por aquel entonces mi casa, que estaba unida al taller de mi padre, era un auténtico ir y venir de gente. Mi padre era sastre y utilizaba el taller, la casa y en especial la trastienda para reuniones políticas, lecturas de libros y discusiones interminables. Siempre había gente en casa, siempre. Yo echaba de menos algo de tranquilidad, por eso cuando entraba en casa iba directa a mi habitación para poder estar sola. Como decía, la maestra nos había pedido una redacción en la que debíamos hablar de las cosas que nos hacían felices. En el texto que escribí yo vivía en un castillo con la compañía de mi abuela y un perro. Una felicidad que no incluía al resto de la familia, ya que siempre estaba reunida. La maestra cuando leyó la redacción me miró enfurecida y rompió el texto delante de todos los alumnos. Luego me obligó a escribir otra redacción donde estuvieran todos los miembros de la familia, incluidos los primos. Y por supuesto debía sacar al perro de la historia. Recuerdo aquello como una humillación, la primera tal vez. Unas semanas después el asunto empeoró aún más. La profesora nos pidió una redacción libre. Para entonces vivía en casa un amigo de mi padre, Eladio, un minero asturiano. Eladio nos leía cada tarde a mis primos y a mí la novela “Qué verde era mi valle”, ese hermoso libro que describe el final de la minería en un valle del sur de Gales y donde, además de una complicada historia de amor, las huelgas y la represión de los mineros eran el tema principal. Ladio tenía auténtica pasión por este libro y por el cine de vaqueros. Impresionada por la historia que Eladio nos leyó y emocionada por los personajes (incluso me enamoré del protagonista de la novela), escribí un texto incendiario, lleno de huelgas y donde además contaba la historia de amor entre la joven maestra y el cura. Cuando la profesora leyó el cuento, llamó a mis padres muy enfadada para decirles que ellos no debían escribirme las redacciones. Aquella maestra no podía creer que yo hubiera escrito una historia de huelgas y mineros. Una vez aclarado el malentendido, la maestra insistió en que debía verme un psiquiatra. Recuerdo aquella palabra “psiquiatra” como una palabra horrorosa, algo así como penicilina o gangrena. Por supuesto no sabía lo que significaba. Para colmo, y para entender mejor el profundo cabreo de la profesora, os diré que, según supe años después, la historia de amor entre el cura y la maestra de la novela se estaba produciendo en la escuela entre mi maestra y uno de los profesores que por aquel entonces era cura.
Aquella maestra me humilló durante todo el curso, me vio como una enemiga de seis o siete años. Y el curso siguiente aún fue peor. Fueron meses en los que, por sugerencia de mi padre, tuve que escribir dos versiones de la misma redacción. Una para el colegio, muy normalita, muy de hoy he ido al parque a jugar con mis primos, y otra para mí, en la que daba rienda suelta a mi imaginación y que sólo leía mi padre. En realidad fue entonces cuando empezó mi desconfianza y miedo hacia los maestros. Además de incrementar una aguda inseguridad en mí misma.

Años más tarde ingresé en el instituto Pignatelli. Recuerdo la primera clase de literatura con el profesor Luis Yrache como una revelación. Yrache era un hombre sonriente, que escuchaba con mucha atención a sus alumnos. Un profesor de literatura que amaba la literatura, la poesía, la vida... Cada clase con él era como un premio, como un antídoto contra la estupidez y la rigidez de los profesores anteriores. Yrache nos introdujo en un mundo de libros y sueños, de charlas, de amistad y de confianza. Un día nos habló de la novela “Qué verde era mi valle”, y aquello fue para mí decisivo. Todas las razones para desconfiar y temer desaparecieron. ¿Alguien conoce esta novela? ¡Sí!, contesté. Y aquella media hora en la que no paré de contar la historia de Ian y sus compañeros fueron la cura que necesitaba. Yrache nos animaba a escribir. “Escribid libremente lo que queráis, no penséis en qué opinarán los demás, pensad sólo en vosotros. Libres, sed libres”. No he conocido a nadie más bondadoso, inteligente, brillante y sobre todo no he conocido a nadie con esa capacidad para sacar de cada uno lo mejor. Y esto precisamente es lo que yo necesitaba, es más, creo que lo más importante de un maestro es que sepa y quiera sacar de su alumno lo mejor, lo que está escondido, lo mejor de cada uno. Yo, aunque tarde, lo conseguí con el profesor Yrache. Y esta es la razón que me ha llevado a escribir sobre las razones.

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