viernes, 8 de enero de 2010

Maestros, por Cano

Yo estudié Bellas Artes. En la entonces Escuela Superior San Jorge de Barcelona, hacías cinco cursos de pintura y medio escaso de pedagogía. Sólo te enseñaban a pintar, pero obtenías un título que sólo te servía para dar clases. El libro que había que estudiar para aprobar la asignatura de pedagogía era “La educación por el arte”, de Herbert Read, un libro extraordinario que tenía el pequeño inconveniente de no dar ningún tipo de formación práctica.

Y mucho menos para trabajar como profesor de dibujo en la Escuela de Artes de Zaragoza. Allí estuve 18 años. Al principio, haciendo lo que había visto hacer a mis profesores aunque, eso sí, evitando reírme de los trabajos de mis alumnos y hacer comentarios sarcásticos como los que había oído: “¿Qué hace usted aquí, señorita? ¿No sabe que para pintar hacen falta dos cojones?”.

Cuando entré como interino en la Escuela, sólo pretendía ganarme la vida medianamente y aguantar las clases esperando que acabaran para ponerme a pintar como un loco, que era lo que realmente me gustaba. Ya dijo Chesterton que “el temperamento artístico es una enfermedad que aqueja a los principiantes”.

Después, fui cogiendo afición a mi trabajo remunerado, me volví más responsable respecto a mis alumnos y estudié por mi cuenta la mejor forma de enseñarles lo poco que sabía.

Mucho más tarde, nos prepararon a conciencia desde Madrid para impartir el recién creado Bachiller Artístico, siguiendo el riguroso método de la Escuela de Basilea, que contradecía todo lo que yo había estado experimentando hasta entonces. A pesar de todo, me convertí en el paladín del nuevo método frente a mis reticentes compañeros, que no acababan de entender que dibujar un cubo en perspectiva fuera más pedagógico que dibujar una oreja de escayola.

Los dos primeros cursos fueron apasionantes.

Pero pronto llegaron las hordas que elegían la opción artística para no estudiar ni ciencias ni letras ni tecnologías y se acabó la diversión. Un buen día me di cuenta (me había quedado solo en clase) de que el único interesado en la asignatura era yo y me largué.

De momento, no he encontrado ningún motivo para volver.

Sin embargo, por redimirme de aquella deserción, acudo a todos los centros que tienen a bien invitarme para que les ilumine sobre mi incierta profesión.

También ayudo a mi nieta a hacer los deberes, esa cosa tan antipática que intentamos erradicar en mi época con tan poco éxito.
A pesar de que nuestras sesiones de deberes son inenarrables e interminables, reproduzco aquí un pequeño diálogo como irónico homenaje a los maestros que siguen dejándose la piel día a día:

- Venga, Constanza, vamos a hacer los deberes. ¿Qué tienes que hacer hoy?
- Tengo que repetir estos números que me borró la seño porque estaban mal.
- Hala, pues… ¡No, Constanza! Espera, que si sigues así te los borrará otra vez… No sé si te habrán explicado cómo hay que hacerlo. Mira, ves, entre estos dos “unos” hay tres cuadraditos vacíos. Cuentas uno, dos y tres y haces la raya vertical que tiene dos cuadraditos de alto, desde aquí hasta aquí, y, después, la rayita inclinada que va desde aquí arriba de la vertical hasta la otra esquina del cuadradito, ¿ves?

Constanza se vuelve mosqueada y me pregunta con mucha sorna:
-¡¿Tú también eres profesor o qué?!

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