viernes, 16 de abril de 2010

Aprendiendo a ser maestro, por José María Sánchez

Yo y muchos de los maestros que ejercemos en Aragón fuimos un día emigrantes. Nos marchamos a trabajar fuera porque aquí no había trabajo. Numerosos colegios de Cataluña, País Vasco, Canarias y Andalucía son testigos de nuestras andanzas, ilusiones y fatigas. Afortunadamente la mayoría pudimos volver a nuestra tierra, lugar que seguramente a muchos de nosotros no nos hubiera gustado abandonar. Otros siguen todavía por los lugares que les acogieron echando raíces allí.

Mi caso puede ser algo diferente, me marché de mi pueblo, de la comarca del Moncayo, a estudiar Magisterio a Vitoria, porque allí vivía un hermano mayor, y viviendo con él, mis padres podrían afrontar el gasto que suponía ir a estudiar fuera, allá por el año 1971. Las circunstancias obligaban y no sabía muy bien que era lo que me esperaba, ni tampoco si me gustaba o no aquello de ser maestro.

Reconozco que los primeros años fueron duros, con dieciocho años y en una sociedad más cerrada que la nuestra, me costó integrarme. Más de algún compañero me cerró puertas, pero no reblé y pasado más de un año, en el barrio en el que vivía, Ariznavarra, encontré en un grupo parroquial, aquellos amigos y amigas que anhelaba y que hoy todavía considero mis mejores amigos. Me integré a tope en el barrio, participé en numerosas actividades y campamentos de verano con niños. En su colegio hice las prácticas de maestro, que en mi plan duraban todo el año, lo que hizo que me uniera más a aquel entorno.

En la Escuela de Magisterio las cosas me fueron bien desde el principio, sobre todo porque descubría cosas nuevas todos los días. No paraba de aprender. Era mi primera experiencia de enseñanza mixta, nunca había estado en clase con chicas. Aquello de la pedagogía tenía buena pinta y la psicología me interesaba cada vez más. La Escuela tenía sabía nueva, en su dirección había entrado Antonio Bernat, (profesor de la actual Facultad de Educación de Zaragoza) que fue mi profesor de Didáctica. Se había creado una forma de trabajo en pequeños grupos que hacía que pudiésemos trabajar en equipo lo más práctico de cada asignatura, y en gran grupo la parte teórica de cada área. Fueron años de trabajo, estudio e ilusión, con alguna huelga y paro y la aparición más de una vez de los “secretas” por allí.

Mis primeras prácticas en la “aneja” fueron una gozada Ya no tenía ninguna duda aquello de la enseñanza me gustaba y sobre todo me ilusionaba. La experiencia del año de prácticas fue genial, pues aprendí lo bueno y lo malo de cada “profe” con el que conviví. Era el inicio de la E.G.B. El reto de enfrentarme a una clase de 47 niños/as no suponía ningún obstáculo, más al contrario me daba ánimos y veía que las cosas funcionaban y además se establecían unos lazos afectivos que en más de un caso tengo la suerte de poder mantener cuando viajo por Vitoria. Aquellas competiciones deportivas en las que participábamos los sábados me traen gratos recuerdos, como la final de fútbol infantil en Mendizorrotza del equipo que entrenaba.

Acabar los estudios y a trabajar de interino. La mayoría de nosotros encontró trabajo, y en pocos años nos vimos trabajando de maestros en diferentes pueblos de Álava. Yo, al cabo de un par de años en tres colegios diferentes y de realizar la “mili” en San Gregorio (Zaragoza), recalé en Llodio un pueblo grande con cinco colegios públicos a tope de niños y con una mayoría de jóvenes maestros que destilábamos ilusión y ganas de hacer efectiva en la escuela, la renovación que se estaba produciendo en la sociedad. A finales de ese año se aprobó la Constitución. Recuerdo las interminables charlas, debates y asambleas sindicales de aquellos años y los grandes amigos que aún continúan. Fueron tres años magníficos. La escuela y nuestros alumnos eran el principal tema de conversación.

Después de un año en Manchester como profesor de conversación, en el conocí el sistema educativo inglés, del cual no quede prendado, ni mucho menos, llego a Vitoria y allí tengo una larga experiencia docente en el colegio público “Severo Ochoa”. No llego allí por casualidad, sino atraído por el trabajo y la experiencia de un equipo docente innovador e implicado en numerosos proyectos de centro y del barrio donde se ubicaba. Allí tuve la oportunidad de asumir responsabilidades en la dirección. Fueron años en los que aprendimos a acercar la escuela al barrio y al revés.

Asimismo viví la desaparición del centro por el proceso de euskaldunización y la llegada al mismo de una ikastola pública a la que me incorporé con varios compañeros, después de alcanzar el nivel exigido de la lengua. De aquellos cuatro años, en lo que a mi concierne, me quedo con la puesta en marcha del huerto escolar. Pero no veía dando clases de Conocimiento del Medio en euskera toda mi vida y además la aspiración familiar era volver a la tierra. Tarazona hubiera sido nuestra meta, pero el azar nos trajo a Zaragoza a un barrio nuevo el Actur, allá por el año 1997.

Reconozco que fue un choque grande, aquí las cosas estaban bastante claras. El colegio al que llegué era mucho más grande, las decisiones te las daban casi hechas, los medios eran más limitados, casi no interesa el debate… Yo que soy algo tozudo, comencé haciendo interrogantes en voz alta, pero veo que no obtienen eco en la parroquia. La suerte me lleva a formar parte de un equipo de nivel (tres o cuatro personas) que creemos en el trabajo en equipo y en el que encuentro, poco a poco, como pez en el agua. En el fondo es creer que este trabajo de maestro te da la posibilidad de acompañar durante unos años a unos hombrecitos y mujercitas a descubrir el mundo, a conocerlo; a disfrutar de los juegos, los libros, las mates, el dibujo…; a conocer amigos y amigas; a respetarse ellos mismos , el entorno, los demás… Un proceso complejo, pero apasionante.

En una palabra: ilusión. Sé que hay muchas cosas por mejorar, pero sigo teniendo esa ilusión que prendió en la escuela de Magisterio de Vitoria y que un compañero de Llodio al terminar una reunión de claustro puso en duda diciéndome una frase que aún hoy recuerdo: “Chaval, ya te harás mayor y cambiarás”. Yo entonces tenía 24 años y ahora con 56 creo que algo he cambiado, pero en lo fundamental sigo manteniendo esas ganas de aprender de todos los que me rodean, compañeros, alumnos, padres y amigos. Así pues, sigo aprendiendo cada día un poquito a ser maestro. Aunque para ser sincero, creo que nunca lo conseguiré del todo.

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