miércoles, 6 de enero de 2010

Mis alumnos me han hecho maestra, por Carmen Villanueva

Pararse a pensar la razón por la que una es y quiere seguir siendo maestra después de casi veinte años, implica hacer un recorrido vital no sólo por la razón si no por mi corazón en todos estos años.

Hoy es víspera de Reyes. He cogido las llaves y me he venido a una de las escuelas que en mis itinerancias por los pueblos, ejerzo como maestra. Me he sentado en la mesa del aula y he tomado pluma y papel. Hace mucho frío pero siento un calor interno. Ningún murmullo. Miro por la ventana y no están los gorrioncicos de los niños jugando en el patio. No se escuchan risas ni está ese olor y silencio tan característico de un aula con vida de estudio. No huele al café de media mañana que nos gusta compartir sin parar de charrar, los compañeros. Y sonrío al recordarles a todos. Las aulas son unos espacios mágicos. Un día cercano se cerrará esta escuela, tan apenas hay niños en el pueblo. Los pueblos agonizan, sí.

Cierro los ojos y pienso con fuerza qué hago aquí, por qué quiero seguir estando aquí.

Para querer algo, para amar lo que eres, puedes llegar por dos caminos: Uno es por un sueño de tu infancia y cuando lo alcanzas, eres feliz. Otro sería porque acabas amando lo que poco a poco vas conociendo y van haciendo de ti, sin perder un detalle. Una llegó por el segundo camino.

En ocasiones, escuchando a algunas amigas maestras, las he envidiado cuando hablaban que desde pequeñas tenían muy claro qué iban a ser de mayores o contaban como se habían encontrado con algunos profesores que les habían enseñado a mirar el mundo con ojos de querer mirar. Yo no.

Diría que me han hecho docente mis alumnos y la suerte de encontrarme de mayor con compañeras y profesores que me han animado a no decaer y desear aprender con fuerza. Un día, sin más, te miras bien y sientes que es lo mejor que sabes hacer, que no quieres hacer otra cosa y eres feliz.

La primera vez que me planteé la posibilidad de ser maestra fue después de la selectividad. Ahora pienso que no deseaba entontes nada con mucha fuerza porque al primer contratiempo de cursar Biología, que era para lo que había ido optando hasta entonces, decidí la segunda opción, Magisterio. Lo que me animó fue que había dado muchas clases particulares y me gustaba esa sensación de ayudar a que otros alcanzaran ese “saber algo” que les costaba. Con 18 años empecé a descubrirme, a aceptar cualidades personales como la paciencia y la empatía.

Luego, la vida te va llevando por otros derroteros. Me casé antes de acabar la carrera. Cambié de ciudad, Madrid, y de Universidad lo que supuso cambiar de plan de estudios. Un día te encuentras con 23 años, un hijo de año y medio, trabajando en el Corte Inglés y las prácticas de Magisterio sin terminar. Pero ya me había atrapado el sueño de poder ser maestra y aunque fue duro, ningún muro estaba ya hecho de cemento para mí. Recuerdo que salía de trabajar a las dos de la tarde, mientras me comía de camino una fruta o un pequeño tentempié, me cruzaba la ciudad para comenzar mis prácticas a las tres de la tarde. Durante dos horas, me sentía en otro mundo, más amable, sí. Salía de allí a las cinco de la tarde y tenía media hora para volver a recorrerme media ciudad para continuar mi jornada laboral.

Seguí trabajando y después de mi baja por maternidad de mi segundo hijo, me personé en la oficina de mi trabajo para decir no. Recuerdo que me intentaron persuadir pero ya era tarde. Lo había decidido y para ello, tenía el apoyo incondicional de mi familia.

Ese año fue uno de los más felices de mi vida. Cobré el paro, cuidaba a mis hijos y leía. Recuerdo con dulzura esos cuatro viajes al Colegio Joaquín Costa de ida y de vuelta. Mi hijo mayor, montado en el respaldo de la silla de su hermana, formando los tres un gran equipo de puntuales. En ese año, empecé a saber que la noche iba a ser mi más fiel aliada para estudiar las oposiciones.

En 1995, casi cinco años más tarde que las compañeras de promoción, tuve por fin mi primera clase de verdad.

Por este espíritu inquieto, por esas ganas de preguntarme, de querer saber más y más, de este espíritu siempre insatisfecho que soy, llegaron al poco, muchas más noches para sacarme la licenciatura en Filosofía y Ciencias de la Educación, de estudiar y trabajar muy duro después para el Doctorado.

Después de dar clases en muchos Colegios de capital y rurales, en Institutos y en mi querida Universidad, me paro en mi recorrido esta mañana para darme un renovado impulso. Reconozco que quiero amar mi profesión por mi especial empeño en creer que la educación es de lo más importante que podemos llevar entre manos en esta sociedad y por supuesto, por el apoyo de los que conmigo caminan, por los que con su ejemplo me animan a sentir que cada día, cada alumno, merece la pena.

Han sido muchas horas de compartir carretera, coche, comidas de comedor escolar o de fiambreras. Muchas noches de desvelo, estudiando, preocupada por algún problema que me llevaba a casa de la escuela, por algún alumno, por alguna compañera. Han sido muchas horas de compartir contextos, ilusiones, reuniones, de querer escuchar, de no cansarte de hablar, de discutir con pasión, de aprender de todos, para estar ahora sentada con alegría aquí.

Podría contar muchas anécdotas que ya forman parte de mi pequeña historia. Recordar como en la mirada de Ainoa hubo un destello de felicidad cuando supo que la e con la ele, se leía el y, repetía mirando su clase, como si yo no lo supiera, «...el lápiz, el almuerzo...el...» O como Soufiane, casi sin hablar nuestro idioma, a base de prepararle pequeños paquetes de garbanzos entendió qué era una decena y para qué le serviría trabajarlo en clase; o como un día se presentó en el aula Laura con su maleta, con sus 16 años doloridos porque se iba de casa y buscaba mi ayuda; o cómo Ana, aunque yo le enseñaba a comparar los distintos sistemas educativos, ella se empeñaba después de las clases en que le enseñara como debía enseñar a leer a sus futuros alumnos.

Las manos las tengo frías y por la ventana solo se ve ese sol seco y frío de invierno. Me voy a preparar un café cargado antes de marchar.

De esta mañana, de esta reflexión íntima, dos sentimientos me llevo conmigo, profundos, arraigados para siempre por estos años de docencia del día a día. El primero que he trabajado en la Escuela Pública siempre con total libertad y respeto. El segundo, que ha sido un auténtico placer poder deshacerme a todos mis niveles con cada uno de los alumnos, pequeños, mayores y adultos, que he tenido la suerte de cruzarme.

Cada uno de ellos ha hecho de mí lo que soy, lo que aquí y ahora digo sin rubor que amo.

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