miércoles, 4 de agosto de 2010

Un oficio privilegiado, por Mariano Coronas Cabrero

Yo creo que las vivencias significativas en las que participamos a lo largo de la vida forman un sustrato fértil sobre el que nos vamos edificando. Y las de la infancia, es posible que tengan un especial e importante peso específico.
Cuando yo era pequeño, en las reuniones familiares espontáneas, en la cocina con cadieras de mi casa, se hablaba frecuentemente de maestros y maestras. Era razonable, ya que para quienes habían sido niños o niñas en las décadas de los veinte y los treinta, era hablar de personas instruidas, que gozaban de reconocimiento en los pueblos donde trabajaban, y que realizaban una labor generalmente muy reconocida: enseñaban a leer, a escribir y algunas nociones generales de otras disciplinas: geografía, historia… Lo necesario, en definitiva, para salir del estado de analfabetismo en el que se encontraba buena parte de la población del país. En términos generales, se hablaba de maestros y maestras con respeto y admiración, reconociendo esa labor, dura y difícil, de alfabetizadores de la sociedad.
Mi madre, natural de Escanilla, nombraba a Doña Milagros. Una maestra de buen trato con el alumnado y con una letra realmente exquisita. Ella fue la maestra única del pueblo por un tiempo superior a los veinte años. Mi padre, natural de Labuerda, recordaba a Don Ramón, el único maestro que conoció y nos contaba, como curiosidad, que había tenido cinco hijos y “los cinco se había hecho maestros”. El citado D. Ramón era un hombre estricto y los hacía estudiar con horarios definidos. En ocasiones, para evitar que se distrajesen, los acompañaba a una covacha natural que hay (hoy escondida por la maleza) a las afueras del pueblo y que acabó llamándose “la cueva de los estudiantes” por esa querencia que mostraron estos cinco aspirantes a graduados, como lugar de recogido y silencioso estudio.
El primer año de mi escolaridad no fue completo puesto que la inicié a comienzos de la primavera, con el maestro Don Alberto. El curso siguiente llegó un maestro nuevo que se llamaba Don José María Lanao. Era de Labuerda y hasta entonces había estado trabajando en otras localidades de la provincia de Huesca. En Labuerda tenía aún buena parte de su familia. Yo tenía 7 y 8 años cuando estuve con él. Recuerdo algunas cosas de aquel tiempo: una fiesta de carnaval en la que nos disfrazamos con ropas de nuestros mayores y comimos chocolate, una obra de teatro que repetimos dos veces y con la que sacamos dinero para hacer una excursión al Valle de Ordesa y recuerdo su invitación a ayudar en la lectura a algunos compañeros que no se manejaban con soltura todavía. Guardo de esa época un cuaderno de limpio que es para mí muy valioso. Lo recuerdo como una persona afable, que nos dispensaba un buen trato y con el que íbamos a la escuela a aprender sin miedo. Un sábado de octubre de 1963, con poco más de cuarenta años, falleció de “muerte repentina” (imagino que hoy sería un infarto de miocardio o algo similar), dejándonos absolutamente huérfanos: ¡Cómo podía morirse el maestro!
Dos años más tarde, ante el desbarajuste de interinos y sustitutos y temporadas sin maestro, mis padres acordaron llevarme a la escuela de Escanilla. Completaba así el itinerario familiar de estar en las dos escuelas donde habían estudiado mis padres: Labuerda y Escanilla. Allí estaba la maestra Mª Pilar Caro, guapa y simpática, que se alojaba en la casa de mis tíos y primos, en casa Buil. De modo que “me iba a vivir un tiempo con la maestra”, ya que compartíamos alojamiento y escuela. Sólo estuve unos meses, hasta que finalizó mi último año y fue ella la que me acompañó hasta L´Aínsa a examinarme de ingreso de bachillerato y a Barbastro a hacer un examen para obtener beca, alojándome en una alcoba de su casa, tras un viaje inolvidable más, atravesando aquel tortuoso y torturante Alto del Pino que tanto sufrimos los pobladores de Sobrarbe cuando queríamos llegar a Tierra Baja. En la escuela de Escanilla éramos seis alumnos y fuimos muy felices. Me acuerdo que Mª Pilar corregía nuestros cuadernos y cuando ella consideraba que era merecedor de ello, premiaba nuestro trabajo con un MB (Muy Bien) y cuando teníamos unos cuantos en nuestro cuaderno, recibíamos un regalo. Mi recuerdo de aquellos meses es siempre muy emotivo, muy feliz y de mucha gratitud hacia ella.
Comencé mis estudios de bachillerato en L´Aínsa y en segundo curso llegó un profesor diferente: Ánchel Conte. Él nos dispensó un trato especial, nos ilusionó con aprender y se desvivió por enseñar de una manera distinta: mirando al entorno, utilizando materiales nuevos, convirtiendo sus clases en tiempos deseados… El recuerdo de sus clases, de su fuerza e implicación, de su metodología… siempre han sido para mí una referencia fresca y positiva.
De modo que, entre los recuerdos escolares de mis padres y mis experiencias personales, especialmente las vividas al lado de José María, María Pilar y Ánchel, parecía todo encaminado al hecho de que estudiara magisterio. También influyó en ello, la circunstancia de poder estudiarlo en Huesca y el provenir de una familia de recursos económicos limitados que no podía permitirse salidas más lejanas ni gastos superiores. A mis padres, que hacían un esfuerzo más que considerable para poder atender las necesidades económicas de sus cuatro hijos estudiantes y que nos animaban constantemente a que estudiáramos para ver si podíamos mejorar las condiciones duras de vida que ellos soportaron, pegados a la tierra y a los animales, les parecía bien que orientara mi futuro hacia una profesión que ellos respetaban y de la que guardaban un buen recuerdo: la de maestro.
Estudié en la Escuela Normal de Huesca y comencé mis estudios coincidiendo con la última promoción del Plan 67. Terminé en 1974, antes de cumplir mis veinte años. Trabajé el curso 74-75 en la escuela graduada de Boltaña, como interino, siendo tutor de 33 alumnos y alumnas de 5º de EGB. Después estuve poco más de un mes en L´Aínsa, hice el servicio militar, trabajé seis meses en Tamarite de Litera; me destinaron por concurso de traslados a Canovelles (Barcelona) y, tras cuatro años inolvidables en esa localidad catalana, en septiembre de 1981, recalé en Fraga, donde todavía trabajo en el CEIP Miguel Servet.
Después de un largo recorrido laboral, debo decir que las razones por las que todavía mantengo unos niveles altos de ilusión en mi trabajo pasan por la posibilidad diaria de compartir tiempo y pequeños proyectos con los chicos y chicas; porque todavía consigo –de tarde en tarde- iluminar su mirada; provocar ilusión intentando resolver algunos desafíos; poner los ingredientes para despertar la curiosidad suficiente que nos lleve a investigar o a recabar informaciones que nos permitan avanzar en nuestra aventura de relación y aprendizajes; disfrutar de las realizaciones colectivas; estimular la comunicación con otros niños y niñas, con otras aulas de otras escuelas; ayudar a canalizar la expresión de las emociones; promover el uso racional de las nuevas tecnologías; crear nuestros libros libres; fomentar la reflexión y la valoración de lo que vamos haciendo; defender emocionadamente la práctica de la lectura y de la escritura, como estrategias de obtención y divulgación de la información que debemos transformar en conocimiento y como herramientas de profundo significado en la realización personal de chicos y chicas; sembrar algo de coherencia y ofrecer un perfil personal que diariamente la certifique; involucrarme con otros compañeros y compañeras de profesión en pequeños proyectos de trabajo nacidos a partir de las ideas individuales o colectivas; dinamizar la biblioteca escolar como espacio civilizador y compensador, como centro cultural del colegio, como equipamiento que guarda y ofrece innumerables documentos informativos y recreativos; cultivar la sensibilidad de los chicos en lo concerniente al conocimiento y respeto de los valores naturales y medioambientales; tener presentes los intereses de los chicos y chicas del aula para incorporarlos, junto a sus conocimientos, a la planificación de nuestras estrategias de trabajo; intentar divulgar (a través de la autoedición, de la escritura de artículos para revistas, del blog o de la web) parte de nuestro trabajo e intercambiar algunos materiales diseñados… Y, en definitiva, practicar una pedagogía del sentido común.
Por estas y otras razones, uno aún se siente motivado –después de tantos años- a trabajar en la escuela, a levantarse cada mañana y salir al encuentro de un diario cúmulo de incertidumbres, porque eso es hoy día una escuela, un colegio. Hay que luchar contra una parcelación del saber en áreas y contra una fragmentación horaria que convierte los tiempos escolares en un pequeño suplicio para quienes venimos de una época diferente; una época en la que ser tutor o tutora suponía permanecer en el aula casi toda la jornada y tener la flexibilidad suficiente para organizar los horarios y atender los ritmos y hacerlo todo con algo más de sentido… Es posible que ya sea hora de repensar la frecuente organización “desorganizada” actual.
Vivimos tiempos complicados en nuestros centros escolares, pero siempre se abren nuevos frentes de trabajo e investigación que pueden motivarnos de manera especial; basta con mantener una actitud de permeabilidad, reconocer que nos dedicamos a un oficio privilegiado y trabajar con constancia y convencimiento para dignificarlo.

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