jueves, 17 de junio de 2010

¿Por qué he sido maestra?, por Mª Luz Visús Pardo

Reflexionando sobre esta pregunta, llego a la conclusión de que en un principio no fue por vocación, sino más bien por necesidad.
En aquellos años cincuenta, y en una capital de provincias, pequeña y cerrada como Huesca, no había muchas alternativas. Si añades a esto que tus padres no tenían medios económicos para pagarte los estudios fuera de tu ciudad, las opciones quedaban reducidas solamente a dos: una era Comercio, algo así como el equivalente a la actual carrera media de Ciencias Empresariales, la otra: Magisterio. Y dado que a mí siempre se me dieron mejor las letras que las ciencias, la decisión estuvo clara: cursé Magisterio.
La evocación de aquellos años de estudio en la Escuela Normal me trae la nostalgia de la juventud, de la camaradería, de los recreos en el parque próximo y de tantas vivencias compartidas con compañeros y compañeras de curso. Con varios de ellos hemos coincidido años más tarde en alguno de nuestros centros educativos; unos encuentros, que han estado siempre cargados de anécdotas y recuerdos siempre gratos, quizás por aquello de que la memoria, además de selectiva, es sabia y va relegando al olvido aquellos episodios que no fueron tan placenteros.
Algo parecido me ocurre con los profesores; unos han quedado en el olvido, otros me han dejado huella y sigo recordándolos con cariño y admiración, porque me inculcaron el deseo de saber, el afán de superación y sobre todo el goce de la lectura. Y sin duda, algo que recuerdo bien de la andadura académica de aquellos primeros años, en los que aunque todavía no tuviese una vocación clara, algo se debía forjar en mi interior porque la Sicología y la Pedagogía fueron, desde el principio, mis asignaturas favoritas.
Sin embargo, en aquel entonces nuestros aprendizajes eran casi exclusivamente teóricos y nos faltó algo tan importante como conocer de cerca el elemento esencial: los niños. Solamente hacia la mitad del último curso se nos facilitó ese contacto como practicantes en la Escuela Aneja. Aunque, como pertenecientes al sexo femenino, fuimos adscritas a las clases de niñas, y únicamente por las tardes; con el agravante de que durante estas sesiones, en aquella época, quedaban excluidas todas las materias excepto la de “labor y costura”. Es fácil, pues, imaginar el nivel que alcanzaban nuestras cortas prácticas, y que termináramos la carrera cargadas de contenidos, pero muy lejos de la realidad del aula.
Por este motivo, el estreno de mi primer destino estuvo lleno de una amalgama compleja de sensaciones: soledad, incertidumbre, miedo a no estar a la altura de lo que exige tu profesión, pero también de ilusión, de muchas ganas de educar y enseñar a los que iban a ser mis primeros alumnos de verdad.
Llegué a Laguarta, un pueblecito del Prepirineo, que aunque no distaba muchos kilómetros de mi ciudad, parecía muy lejano dadas las complicadas y difíciles comunicaciones. Era éste, un pueblo recóndito, cercado por montañas y desconocido para mí, lo que me hizo sentir sola, extraña y vulnerable.
Nerviosa, entré por primera vez en “mi escuela”: era pequeña, estaba presidida por los consabidos símbolos franquistas, disponía de un parco y exiguo mobiliario, una estufa de leña en el centro, un reducido armario con muy escasos, viejos y manoseados libros, y sus únicos adornos en las paredes eran la pizarra y un descolorido mapa de España. Eso sí, no faltaba la emblemática bola del mundo sobre la mesa de la maestra, “mi mesa” desde ese instante.
Recuerdo que de muy poco me sirvió la teoría aprendida a la hora de hacerme cargo de un grupo reducido de niños y niñas de distintas edades y expectativas. En su mirada había sobre todo curiosidad y un leve toque de desconfianza, casi de temor. Parecían preguntarse cómo les iba a ir conmigo. ¡Qué poco sabían que a su maestra le invadía ese mismo sentimiento, aunque disimulado por una sonrisa!
Los días fueron pasando, y sin apenas darme cuenta fui entregándome a mi alumnado, al pueblo y sus pocos habitantes. ¡Ah, y ya no me preocupaba cumplir al pie de la letra todo lo cursado durante la carrera! Como el material pedagógico era escaso, por no decir inexistente (una enciclopedia, El Quijote, libros de dictados farragosos, Lecciones de cosas y el catecismo de Ripalda), se impuso la necesidad de desarrollar la creatividad con ejemplos y actividades cercanas y comprensibles a su forma de vida para que el aprendizaje de las materias básicas fuese más placentero.
Poco a poco fue desapareciendo la distancia entre mi persona y mis alumnos, diluyéndose con la convivencia continua dentro y fuera de la clase hasta llegar a entender y participar de su carácter, sus preferencias, sus juegos y sus sueños. Con todo, también fueron ellos, los niños, los que sin pretenderlo me enseñaron a mí y me enriquecieron con su gran curiosidad, su imaginación, a veces tormentosa, y su forma práctica de vivir.
Tras Laguarta llegaron otros lugares y, por último, la ciudad. Han pasado por “mis manos” muchos niños y niñas, la mayoría de ellos me ha dado satisfacciones, otros también problemas que he ido resolviendo con paciencia y mayor o menor éxito. Pero, lo cierto es que sin apenas darme cuenta, en ese constante dar y recibir, fui entregándome de lleno a la docencia.
Y hoy, desde mi actual mirada, ya transcurrido mucho tiempo, tiempo en el que la Educación ha ido cambiando hacia nuevos métodos, medios técnicos, múltiples materiales y creciente colaboración entre compañeros, puedo decir que mi vocación se ha ido forjando y creciendo a lo largo de todos estos años, obedeciendo al deseo constante de procurar a los niños una puerta abierta a la curiosidad, de tratar de inculcarles la tolerancia como método de convivencia, de fomentar su creatividad, y por encima de todo, de transmitirles la pasión por la lectura y el amor a los libros.
Llevo ya varios años jubilada, pero sigo mirando con agrado a los niños de un colegio ubicado bajo mis ventanas, sus juegos, sus gritos y su actividad por el recreo.
Cuando los miro, me siento a la vez acompañada y nostálgica. Siento gratitud y entusiasmo por los años que he convivido con ellos; y si, en este momento, transcurridos ya diez años de mi jubilación, alguien me preguntara qué es lo que más me hubiese gustado ser en mi vida, confesaría sin vacilar: maestra.

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