Son casi las cinco. Es invierno y está nevando. A través de los cristales blanquecinos de las ventanas de madera se pueden apreciar los copos de nieve cayendo en el prematuro anochecer de esta época. El interior está aún más oscuro. Diez niños de distintas edades y su aprendiz de maestro observan una proyección que les envuelve con sus voces y paisajes cautivadores. Están allí juntos, compartiendo unos instantes en medio de la oscuridad luminosa y el silencio lleno de sonidos. Quizá momentos como este, donde casi ninguna otra cosa importa, sean suficientes para justificar un oficio. Permítanme contarles algunos más.
Al margen de los consejos y el cariño de unos, el esfuerzo de otros, o la incierta intuición, el azar condiciona algunas decisiones trascendentes. Así, puedo indicar que cuando elegí el sendero que llevaba hacia esta profesión no era consciente de la decisión tan afortunada que tomaba. Soy pues, y en primer lugar, una persona muy afortunada.
A partir de aquí, vivir la profesión de una manera muy determinada significa que la escuela, los niños, los compañeros, las familias, van empapando calladamente los hilos con los que se teje la vida hasta que un día comprendes que ya forman parte de ti, de tu propia piel; que tu pensamiento, tus viajes, tu amada compañera, tus anhelos y preocupaciones, surgen de la escuela, se dirigen a la escuela, laten y sienten con la escuela. La escuela me ha modelado: ha cultivado mi mirada a través de las miradas de cientos de niños, me ha mostrado personas maravillosas en su ejemplo diario, me ha mostrado muchos lugares y muchas vidas. Hasta un punto en que ya no puedo explicarme sin ella.
Cuando uno no está seguro de nada, sino que duda de absolutamente todo, cuando la vida le parece un milagro fascinante, cuando se entusiasma con el vuelo de una golondrina, con un sapo o una culebra, con un atardecer o con una grandiosa luna llena, la escuela se convierte en un viaje maravilloso donde compartir algunas experiencias con unos compañeros bajitos, inquietos, curiosos, con la capacidad intacta para sorprenderse por cada uno de los prodigios que pueden suceder cada día al amparo de la escuela. Los niños son, aún, los auténticos poseedores del tesoro de sorprenderse por los pequeños y mágicos descubrimientos diarios. La escuela es ese pequeño teatro donde todos ensayamos cada día nuestra actuación en la vida, el torno donde nos damos forma mutuamente, el lugar del que parten las excursiones para conocer el mundo, para descubrir a los compañeros, para ser sensibles y maravillarnos con cada manifestación de vida, donde compartimos lecturas que nos hacen ser mejores, donde acuden Ricardo y Pablo para hablarnos de egagrópilas y pájaros y descubrirnos el mundo de lo microscópico, donde intentamos ayudar a tarabillas y vencejos en apuros, desde donde observamos pasmados Saturno y sus anillos, en el que de forma mágica brotan las semillas y dan lugar a pinos, arces o tomates. Es el lugar en el que, durante una clase, un infeliz aprendiz de maestro pierde un día la mirada en el horizonte pensando el privilegio que supone estar allí y una pequeña niña filósofa, que otro día reflexionaría sobre qué demonios significaba estar viva, se acerca a él diciéndole que espabile, que tiene la mirada puesta en no sabe qué misteriosos mundos. También la escuela es un lugar donde el maestro puede sentir en la garganta un nudo cuando, en medio de meditaciones filosóficas, un niño intenta explicar y explicarse la muerte, el dolor por la pérdida de un ser querido, y todos los compañeros escuchan absortos y en silencio absoluto creando un momento donde los delicados sentimientos se mueven entre las mesas y las sillas con tal intensidad que un oyente atento podría llegar a escucharlos.
En este pequeño recorrido en el que ahora pienso y escribo, también hay ocasiones en las que uno llega a lugares especiales. Muy especiales. Allí descubre a niños especiales, a compañeros especiales, a familias especiales. Y no le queda otro remedio que volver a sentirse profundamente afortunado, puesto que, ante todo, le enseñan nuevas maneras de mirar y de sentir, le acercan a la importancia y el valor de lo sencillo e indispensable, y también le ofrecen ejemplos constantes de esfuerzo, de vocación, de hacer el trabajo de la mejor manera posible y, en definitiva, le permiten compartir con ellos un período donde cada actuación parte de la premisa básica de que lo primordial y fundamental es el niño. Allí, el todavía infeliz aprendiz de maestro aprende el valor de las sonrisas, de la comunicación, de las caricias y los abrazos. Aprende a disfrutar de unos minutos acariciando y entrelazando sus manos con otras manitas diminutas que le susurran emociones a través del contacto. Aprende también que la voluntad y el entusiasmo son dos elementos indispensables para la mochila, como le muestra cada día Sonrisas, la niña que siempre pide «más» hasta poder decir «lo conseguí» y entonces buscar un nuevo reto.
La escuela abre cada mañana la puerta al misterioso y afortunado asunto de la vida. Soy maestro porque me siento profundamente feliz compartiendo este intrincado e incierto camino con los niños.
miércoles, 9 de junio de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
2 comentarios:
Yo creo que este texto no tiene comentario porque te quedas sin palabras tras leerlo
Solo queda el nudo que se te forma en la garganta y la lágrima de emoción
Ese silencio del que hablas, en el que, estando atentos, se oirían los sentimientos, lo trasmites como ondas espansivas fuera del aula...
Eres afortunados. En realidad todos lo somos aunque no nos demos cuenta solo por el privilegio de estar vivos y poder vivir viviendo.
Besos, todos los posibles,
Pilar Ortega
QUE BONITO!!!
Me he quedado si palabras.
Tu alumna Isarbe.
Publicar un comentario